Les hacen sentir de salida el peso de la historia, piedras manchadas de sangre, las del Hôtel de Ville y Versalles, hasta la tumba de Napoleón. Y las cámaras les empequeñecen entre tanto monumento. Estúpidos. La historia son ellos.
La historia es Haile Gebrselassie, que nunca fue campeón olímpico pero llevó al siglo XXI la mística de los pies descalzos de Abebe Bikila y da los tres bastonazos de salida del maratón, la carrera símbolo de los Juegos, el hombre contra sus límites y miles de aficionados felices de fiesta en las aceras y tribunas. La historia es Eliud Kipchoge, que llega de la zona más remota de Kenia y ha ganado ya dos maratones olímpicos, y a los 38 años sale para bailar un último tango, sabiendo que quizás ni lo termine, y no lo termina, muerto en la cuesta hacia Versalles, donde los reyes y emperadores pierden la cabeza, y aunque en vez del saxo desgarrado de Gatto Barbieri suene un acordeón junto al Sena, o el bandoneón de Astor Piazzola, Noche de Reyes. Y los chavales que le adelantan antes de que, nada más pasar la cuesta asesina del kilómetro 28, le dan una palmada en la espalda y le gritan: C’mon legend! Cubre parte de su cráneo privilegiado una diadema que de lejos brilla como una corona de platino, pero es un artilugio con placas de grafito que absorbe el sudor y lo evapora, y le enfría. Y le empequeñece.
Nada es lo que parece los últimos 15 días. Nada es como fue antes. Los Juegos dejaron de ser solo un showbusiness, una burbuja que guarda una falsa realidad de banderas y medallas, un festival de Eurovisión a lo grande, una nave espacial que aterriza, o atraca como un crucero gigantesco, en una ciudad y se va a los 15 días sin dejar de su paso más huella que basura y deudas impagables. En París, los Juegos se dejaron invadir por la realidad, que los tiñó, y por la vida. Y en simbiosis inesperada, devolvió multiplicado lo que había recibido. Y los debates de las cosas que importan, como la de una mujer africana, una boxeadora argelina cuya determinación sirvió de termómetro para medir la amplitud de los discursos de odio transfóbicos de las fuerzas de ultraderecha de todo el mundo. Todo comenzó como un melodrama a la italiana. Un día, toda la prensa transalpina publica que Imane Khalif es intersexual y tiene tanta testosterona en la sangre que golpea como un hombre. Al día siguiente, la púgil Angela Carini abandona después de recibir un puñetazo. Se despoja del casco y llora. Nunca me habían golpeado tan fuerte, gime. Nadie atiende a las explicaciones científicas, al caso de, por ejemplo, la atleta española María José Martínez Patiño, también intersexual, cuya testosterona en exceso no se traducía en una superioridad física, porque sus efectos se reducían a su poder androgénico, y no tocaban el anabolizante. El mundo se dividió ante Imane Khalif, quien, con más fuerza de carácter aún que de músculos, resistió, combatió y conquistó la medalla de oro finalmente. Y nadie le discute el poder que proclama.
El 26 de julio, bajo el diluvio en el Sena, se produjo un clic, un momento de ruptura como un aneurisma que revienta, en la historia y tradición de los Juegos Olímpicos. Fue el desfile en bateaux mouches requisados a los turistas río abajo de miles de deportistas, jóvenes alegres, hijos de su tiempo, que se dejan contagiar felices por el espíritu transgresor de la ceremonia que espanta a las cavernas, por sus valores republicanos, que ya son cuatro, liberté, egalité, fraternité, sororité, y todos los días de la semana que empieza, Simone Biles se empeña en seguir proclamándolos en un pabellón que por fuera parece una pirámide maya. La lucha puramente individual de la mejor gimnasta de la historia para superar con valor el trauma de Tokio —gran favorita para ganar cinco medallas de oro y proclamada antes de empezar aún la reina de los Juegos de la pandemia, la norteamericana, de 24 años, sufrió una crisis de identidad, de voluntad, y una depresión que cristalizó en unos twisties, una pérdida de orientación en el aire en mitad de giros y mortales en un ejercicio peligroso: lo dejó a la mitad, aterrizó como pudo y abandonó— simbolizó al principio, y abrazó después, la lucha colectiva de la mujer. Su paso por París se mide, paralelamente a las tres medallas de oro que consiguió, las más importantes, el concurso general, la prueba por equipos, el salto de potro, en una proclamación del poder de la mujer, del black power —compartiendo el último podio con otras dos gimnastas negras, su amiga Jordan Chiles y la fabulosa brasileña Rebeca Andrade—, de la capacidad casi revolucionaria del deporte. “Esto es lo que somos”, resumió Andrade transcendida. Si os gusta, aplaudid, si no, os lo tragáis.
El pabellón, aficionados de todo el mundo, se viene abajo de aplausos.
En el Stade de France, el escenario más grande, los atletas franceses son los últimos de la fila, y, sin embargo, desde las 10 de la mañana, cuando solo se disputan series de las especialidades menos atractivas, lo ocupan más de 70.000 espectadores, y cuando, rondando la medianoche de un lunes, Mondo Duplantis, el dios del estadio bate el récord del mundo de salto de pértiga —ocho saltos en cuatro horas hasta llegar a los 6,25m— estalla con tal energía que trastorna al atleta sueco de Nueva Orleans, que dice: “En mi vida había saltado con un ambiente igual, qué emoción, parecía un estadio de fútbol americano”. Y la alegría de los espectadores, su éxtasis, se dispara igual cuando Julien Alfred, una sprinter de Santa Lucía, remota desde la isla de las Antillas, derrota a la favorita de los medios, por su personalidad excesiva, la norteamericana Sha’Carri Richardson, en la final de los 100m; o cuando Letsile Tebogo, un maravilloso velocista de Botsuana que ha renunciado al appeal de las universidades norteamericanas, derrota en la final de los 200m a Noah Lyles, el norteamericano que quería ser Bolt, y solo llora y piensa en su madre muerta a los 43 años, y en las zapatillas que calza lleva escrita su fecha de nacimiento.
Nada en París es como creían los parisinos que era la ciudad que sufren y que temen. Muchos huyeron de la ciudad como si en vez de una masa de turistas nunca vistos temieran que fuera invadida por el ejército de Hitler, otra vez. Temían algo peor, casi, asustados antes de los Juegos por las informaciones alarmistas que avisaban de ruina inminente, atascos insoportables, transportes públicos desbordados, atentados, policías everywhere, y los pobres, los sintecho, los feos, desplazados. Y ahora, desde su cabaña en las montañas o desde el chiringuito de playa atestado y cervezas imposibles, lamentan haberse ido, porque las informaciones que les llegan hablan de una ciudad en la que sienten que nunca han estado. Así los relatan Le Monde, Libération, la prensa que más alertaba del horror de los Juegos, la más rendida tres semanas después a la magia, no puede ser otra cosa, que en un plis ha transformado una ciudad agresiva, llena de parisinos cabreados, en un encanto. Y se sorprenden cuando entrevistan a turistas en las aceras, mochila, bermudas, deportivas, banderitas y bocadillos, y estos les dicen que qué majos son los franceses, que pensaban que les iban a maltratar y engañar, y todo lo contrario. Orgullosos descubren los parisinos que pueden ser queridos. Y hasta recuperan la fe y creen que algún día se bañarán en su Sena aún sucio.
París es Barcelona, agosto de 1992, con un globo con una llama que se eleva en el horizonte sobre las Tullerías al atardecer, y emociona a quien lo contempla, y el mundo es ligero, y el mal no existe. Es la Barcelona que se descubre, un paréntesis aéreo, de entusiasmo, de amor fraternal, en un mundo en el que hace mucho frío, loco y cruel.
Solo lloran la hostelería y los museos, porque el turismo olímpico no tiene tiempo para llenar las terrazas junto al Sena ni para visitarlo.
Son los logros de los deportistas olímpicos, la alegría que proporcionan a los cientos de miles de aficionados en París y a los miles de millones de telespectadores de todo el mundo. La historia son ellos, los 80 maratonianos que a las ocho de la mañana de un sábado salen a correr 42,195 kilómetros y se encuentran con una ciudad viva, despierta, vibrante, sin resaca, a la que rinden tributo corriendo más que nunca pese a sus cuestas que asustan. Tamirat Tola, un etíope de la extirpe de Bikila, de Gebrselassie, acelera nada más dar la vuelta en Versalles en el muro del kilómetro 28 y ya nadie le vuelve a ver, salvo las multitudes amontonadas en las aceras y en las gradas de los Inválidos, cautivas del esfuerzo de los atletas y la belleza de la carrera a pie. Tola gana y regala un récord olímpico, 2h 6m 26s, y cuando entra en la recta final, los últimos 195 metros, una alfombra azul, el realizador de televisión minimiza su figura para que le devore en un plano panorámico la inmensidad de la cúpula dorada del templo laico de los Inválidos, y cuando cruza la línea y quiere dedicarse unos segundos a sí mismo, a su emoción, a su fatiga, un ayudante de realización le lleva, a gatas, una bandera de su Etiopía y, tratándolo como a un actor de una ficción, y una ficción es el relato de la televisión olímpica, le dirige los movimientos, le pide que se levante, que abrace al tercer clasificado, el keniano Benson Kipruto (2h 7m), al que también han proveído de bandera. El segundo, el belga de origen somalí Bashir Abdi (2h 6m 47s), queda fuera del plano. El regidor no había previsto que necesitaría una enseña belga.
Tampoco sale en el plano Tariku Novales, el maratoniano gallego que llega muy tarde y destrozado, cojeando y derrotado moralmente. “Estoy triste y avergonzado de mí mismo. Quería esconderme de todos”, dice, las zapatillas en la mano, los calcetines blancos rojos de sangre. “No sé por qué he terminado. No me vale de nada”. Y ni siquiera le consuela que haya ganado su amigo Tamirat.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir la newsletter diaria de los Juegos Olímpicos de París.